martes, 10 de marzo de 2009

Peregrinaje a Tierra Santa- testimonio emocionante

Hace tiempo que tenía una ilusión enorme por viajar a Tierra Santa.
Soñaba con recorrer Galilea, donde Jesús pasó la mayor parte de su vida.
Ansiaba pisar la tierra que pisó nuestro Señor, escuchar Sus relatos junto al lago Tiberiades, contemplar el paisaje que Él contempló y disfrutar del aroma que Él disfrutó.
Me imaginaba en Cafarnaún, en la casa de Pedro, reviviendo las agradables veladas que el Señor pasó allí rodeado de sus amigos.
Anhelaba escuchar las Bienaventuranzas en Tagba, esa pradera verde y sosegada donde el Señor un día las enseñó a sus discípulos. Quería visitar Nazaret, donde Jesús vivió y trabajó durante años. Ansiaba revivir Sus momentos, imaginar cómo jugaba con otros niños mientras su Madre le miraba de reojo, imaginar cómo trabajaba junto a San José…
También quería viajar a Jerusalén.

Visitar el cenáculo, en el que Jesús instituyó el sacramento de la Eucaristía. Recorrer el huerto de Getsemaní, y acompañarle un rato en ese trago tan amargo en el que cargó con todos nuestros pecados para salvarnos. Quería caminar a Su lado recorriendo el camino que Él recorrió hasta llegar ante Poncio Pilato y ser condenado. Quería vivir la crucifixión, meditarla y agradecerla y, por último, quería besar la tumba en la que María Magdalena se encontró con Jesús resucitado y celebrar yo también su Resurrección. Me ilusionaba tanto revivir todas esas cosas, y muchas otras… en el mismísimo lugar en el que ocurrieron hace dos mil años …

Un día mi sueño se vio cumplido. La oportunidad de ir a Tierra Santa se presentaba ante mí como un regalo. Y así fue cómo viajé a Tierra Santa, donde pude revivir muchos momentos de la vida de nuestro Señor a través de la lectura de Su Palabra, del gusto, del olfato, de la vista, del tacto y de Su presencia. ¡Comprendí tantas cosas!, ¡me sentí tan feliz!
Hubo quizás un momento del viaje que me zarandeó especialmente. Ocurrió en Jerusalén, en la Basílica del Santo Sepulcro, en la que se encuentran el monte Calvario, lugar de la crucifixión de nuestro Señor, y el sepulcro. La Basílica está distribuida entre diferentes grupos de cristianos; ortodoxos griegos, armenios, etíopes, coptos, siriacos y católicos. La relación entre ellos no es cordial, no hay más sintonía que la de caminar a la misma hora por un mismo lugar.
Al entrar en la Basílica me sentí plenamente desconcertada. En el interior el griterío y el ajetreo son inmensos; mientras unos rezan, otros ríen, pasean, comentan, hacen fotos… Recuerdo que subí las escaleras para permanecer un momento junto al lugar donde Jesús fue crucificado, metí mi mano en el agujero de la roca donde estuvo clavada Su santa cruz. Intenté rezar allí, pero alguien me vociferó exigiendo que me apartara a prisa porque había mucha gente esperando. Bajé las escaleras para dirigirme al Sepulcro. Entré en él para rezar con calma y cuando empezaba a recogerme, otra persona me obligó a salir de allí de inmediato.
Todo aquel escenario me sorprendió e inquietó. Me alejé unos pasos e intenté analizar la escena con serenidad. De pronto sentí cómo se paraba el mundo por un instante y pude ver una fotografía actual y verdadera de la Iglesia, la misma Iglesia que hace dos mil años instituyó nuestro Señor. Una Iglesia, hoy dividida por puros formalismos pues la razón de fondo, para unos y otros, continúa siendo el mismísimo Jesucristo. Así, pude ver cómo en nuestra actitud ante la Iglesia de Cristo se manifestaba nuestra inmadurez cristiana; todos rezando pero distanciados e intransigentes con nuestros hermanos.
Sentí una gran pena que vino seguida de una gran alegría y esperanza. Levanté los ojos y allí estaba Jesucristo crucificado, en medio de todos, con los brazos extendidos esperando nuestra unión. Allí permanecía Él, paciente, sereno, grandioso, amable, dispuesto a escucharnos, a perdonarnos, a salvarnos. Él era la misma Iglesia viviente, la misma que fundó antes de su ascensión. Y entonces comprendí que Él es quien mantiene la Iglesia. Él nos sostiene, nos cuida, nos ama…, y me arrodillé y le di las gracias por fundar una Iglesia en la que también teníamos cabida los pecadores. Y en ese momento sentí un amor inmenso por nuestra Iglesia y un amor inmenso por Jesucristo, quién no permitirá que se hunda jamás a pesar de nosotros.
Beatriz Ozores Madre de familia.

para mas datos sobre los viajes a tierra santa . http://edentraveling.com/tierrasanta

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